Wednesday, November 18, 2009

Píldoras para volar. Por Gina Ferioli

Una vez comenzado el verano, ya no podría volver atrás. El sentimiento de un inminente crecimiento corporal y psicológico se apoderaría de su ser hasta involucrarla en un estado de autismo crónico que lentamente la derivaría en la última instancia de su vida, la muerte.
Los primeros días de diciembre no eran exactamente jornadas para recordar, no le llamarían la atención a nadie. Una semana completamente monótona le indicaría a Olivia que debía cambiar de rumbo. Se tomó una tarde al sol, recostada en el pasto sin hacer nada, para meditar qué podría hacer para abandonar es vida aburrida y rutinaria que llevaba. Miles de ideas se le cruzaron por la mente, pero encontró que una de ellas era la que más le llamaba la atención. Cerró los ojos
por un momento intentando recordar una imagen de las que archivaba en sus pensamientos.
Tiempo atrás, mirando por el borde de su ventana, ubicada a varios metros del suelo, se sintió pequeña. Comenzó a envidiar a las aves, que a diferencia de lo que ella podía hacer, eran completamente libres y conocían los lugares más altos y remotos que ningún ser humano podría llegar a sentir debajo de sus pies. Mientras se imaginaba la infinidad de suelos que nunca sería capaz de sentir, un escalosfrío le recorría lentamente cada centímetro de la piel, erizandosela.
Abrió rapidamente los ojos se acercó lentamente una vez más a esa ventana, su espacio que la conectaba con el resto del mundo, sus olores, sus colores y ruidos. Una vez más miró con dedicación el movimiento de las aves, su danza en el aire y la libertad de movimiento, su facilidad para aprovechar cada brisa del viento y dejarse llevar por ella; Olivia contempló cada pluma de cada ala que se movía al compás del latido de su corazón, como llevando el ritmo más profundo que podría existir, y dejándose mostrar.
Un dejo de envidia le recorrió las venas y se cercioró de que la idea que le había llamado la atención sería entonces la que lograra cumplir esa fantasía que la joven dejaba crecer en su mente. Por más que ella estaba en edad de madurar, su alma la mostraba como una niña encasillada en un cuerpo de una casi-mujer de diecisiete años.
Quizá lo que conllevaba a que ella divagara de tal manera podría ser que todo lo que había conocido hasta ese entonces, duraría tan solo un par de días más. Luego de ese momento, tendría que aprender a vivir por su cuenta, ya nadie le diría que hacer, se vería expuesta a los peligros que la sociedad le infringiera por ser una niña más, creciendo de a poco en un mundo donde para ser grande hay que dejar los sueños atrás.
Se dio vuelta y miró hacia su almohada, esa compañera inexplicablemente fiel, que una vez más sentiría el frío de sus lágrimas. Con convicción se acercó a su cama y se recostó. Involuntariamente las pequeñas gotas de diamantes comenzaron a rodar por sus mejillas, humedeciendo su rostro. Cada una que golpeaba su pecho era un gramo menos de preocupaciones que ella debía llevar en su espalda por lo menos en ese instante. La calma que le otorgaba estar en silencio, totalmente inmóvil en su cama, escuchando a las aves cantar a través de su ventana sin que nadie interrumpiera ese lapso de completa inmunidad, era lo que ella definía como paz.
Con la vista perdida Olivia observaba sin demasiado detalle todos los rincones de su habitación; las formas de los muebles, los adornos, la ropa que yacía inerte en una silla, perfectamente doblada y lista para archivar dentro del ropero. Sus ojos viajaban contemplando cada relieve en ese espacio pero un elemento en particular hizo que frenaran y dedicaran más tiempo a su investigación. Un pequeño frasco azul con inscripciones doradas. Olivia no lograba identificar qué era lo que decía, por lo que tuvo que ponerse de pie y caminar unos diez pasos, hacia donde se encontraba ubicado el escritorio donde posaba dicho frasco. Cuidadosamente lo tomó con ámbas manos. Se sentía frio. Con la manga de su abrigo secó sus lágrimas, que no la dejaban enfocar la vista hacia las letras. Luego leyó "Píldoras para volar".
Inmediatamente sus manos se desprendieron del envase, el cual estruendosamente cayó al piso, y dejó al descubierto su contenido. Miles y miles de pequeñas esferas celestes rodaron por el suelo de la habitación. Olivia desesperó; pensó qué podría pasar si su madre entrara y viera lo que allí pasaba. Fugazmente comenzó a barrer todo con su mano, intentando juntar la mayor cantidad posible de aquellos cuerpos rodantes difíciles de atrapar.
El frasco se había hecho añicos, pero la joven divisó que un solo trozo había quedado intacto. El frente de aquel recipiente se posaba en el suelo sin daños mayores, y las letras doradas aún se leían. La mente de Olivia comenzó a sacar conclusiones como pan caliente, y llegó a una teoría que se aplicaba muy bien a esta situación. No existen las coincidencias - se dijo a sí misma. Pensó que si esas píldoras estaban en su habitación, eran para ella y no para alguien más. Agregando su inevitable pasión por el vuelo y la libertad.
Decidió intentarlo. Dos segundos después se llevó a la boca un manojo de esferas que logró tragar como dulces. Sintió una vez más ese escalosfrío que le recorría todo el cuerpo llegando hasta el cuello y haciéndola temblar; su espalda comenzó a picar, también las piernas, y los brazos. Olivia sintió que las manos se le movían; al mirarlas contemplo como las uñas se le afilaban y los dedos se iban afinando uno por uno. Cerró los ojos, no sentía dolor, pero una inexplicable molestia se adueñaba de su tranquilidad y terminó por inducirla al llanto. Las lágrimas volvieron a brotarle de los ojos y de su boca no salian sollozos, si no gritos, cantos melancólicos, como los de un ave en la noche.
Al abrir los ojos, sus brazos ya no eran brazos. Su espalda ya no poseía la misma forma de siempre y veía distinto. No necesitó aguzar la vista para observar que sus dedos se habían transformado en plumas, y sus brazos en alas, que nacían en el medio de su espalda. Ya no podía palpar con las yemas de los dedos sus costillas ni sus rodillas. No poseía sentido del tacto, pero instintivamente se acercó a la ventana.
Una vez más miró hacia abajo. Esta vez se sentía segura. Abrió sus alas. Una brisa tibia recorrió cada pluma de su nuevo cuerpo. Decidió lanzarse. Al fin y al cabo los pichones de ave así aprenden - pensó. Se posó en el borde de la abertura, y mirando fijo hacia el frente se dejó caer, sintiendo como el aire mismo la sostenía. Movió sus alas a la par, logrando entender como funcionaban. Minutos después se hallaba parada sobre las montañas de los Andes, habiendo vencido a todo aquel individuo que se hubiera tomado el tiempo de escalarlas.
Luego de contemplarse, conocer lugares y suelos nuevos, sentir hasta la brisa más leve ayudarla a remontar el vuelo, sintió sueño. Su cuerpo estaba cansado de tanto ejercicio. Encontró en un campo de soja, un hermoso colchón formado con hojas frescas debajo de la bóveda azul. Decidió que ese era un buen lugar para descansar. Con precaución apoyó los pies en ese suave césped, y bajando las alas y la cabeza se acomodó cual ave en su nido, para ver amanecer un nuevo día y remontar el vuelo hacia otras tierras.
Amaneció. El sol entraba por la ventana y golpeaba violentamente su frente. Olivia abrió los ojos, se desperezó y sorprendida dirigió la vista hacia sus manos. Ya no tenía plumas. Sus brazos no eran alas. Se levantó sobresaltada; miro el suelo. No había vidrios, ni píldoras, ni frasco. Solo el reflejo de la luz que entraba por esa ventana que daba al este. Se llevó las manos a la cabeza; su corazón se sentía lleno de alegría, cual niño con mascota nueva. Y esa melancolía fisica que Olivia notó, se debía a la idea de no poder volver a sentir esa libertad profundamente propia que ese sueño le había dado.
Una vez más sacó conclusiones involuntarias. Su fantasía más profunda se había hecho realidad en sueños. Quizá volviendo a dormir tendría alas una vez más. Convencida de su hipótesis se recostó nuevamente en la cama, bajó los brazos y la cabeza, para que al despertar, le fuera fácil remontar el vuelo.

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