Wednesday, August 2, 2017

Carta para quien hoy toma tu mano.

Solo espero que entiendas que no tomas una mano cualquiera. Que uno de sus nudillos está lastimado de tanto golpearlo. Que debes cuidar de que no se acerque a los dientes esa herida redonda que tiene en el nudillo de su meñique, y que nunca dejó curar. Que hace tanto no las cuido que sus cutículas deben estar totalmente deshidratadas. Pero eso no es lo que realmente importa. No tomas una mano cualquiera. Esa mano está repleta de caricias, de paseos, viajes, tanto físicos como mentales, transpiración, agua y frío. El frío; siempre sus manos frías. Hasta violetas. El suele decir que es por su altura, y siempre le aconsejé ir al médico por eso. Sus manos y pies siempre estuvieron fríos. Pero nunca importó. 
Te pido por favor valores cada segundo que su mano tome la tuya, porque va a ser el lazo más puro que exista. Siempre. Y sus abrazos. Esos en los que, a pesar de ser flaco, tanto que yo pude rodearlo con mis brazos, uno se funde por completo y pierde la noción del tiempo y el espacio. Sus brazos, siempre los más fuertes, para todo. Hasta para levantarme como si fuera una pluma y mantenerme en el aire lo suficiente como para que estalle en risas y me falte el aire al bajar de golpe al suelo. Fuertes, para sostenerme y contenerme cuando quise autodestruirme, cuando mi cuerpo me boicoteaba. Fuertes y gentiles. Jamás harían daño a nadie. Aunque más de una vez tuve que sostenerlos con mis manos para intentar calmar brotes de impotencia en los que veía su corazón latir en su cuello. 
El latido de su corazón, sentirlo con tu oído en su pecho, sentir como se acelera cada vez que toma aire, y baja revoluciones cuando lo larga. Verlo en su frente, en esa vena que por alguna razón se despertaba para demostrar que su pulso era mucho más fuerte en determinados momentos. Especialmente al hacer el amor, para luego terminar recostada en su pecho. Su pecho. Ese lienzo de piel casi transparente y perfecta, manchado solo por una marca en la cadera, con forma del continente de África, que recorrí infinitas veces con mis dedos, y que tiene junto a ella otras pequeñas manchitas, redondas, del mismo color, que siempre me dieron ternura. Esa cadera que graciosamente entraba en mi ropa sin problemas y doblaba además en el ángulo y a la altura perfecta para dormir de costado apoyando su panza contra mi espalda. Honestamente la mejor panza que vi y acaricié en mi vida. Rozar las seis secciones de sus abdominales con la punta de mis dedos, y ver cómo con el suave toque de mis caricias la piel se le erizaba a medida que iba bajando por la línea que se formaba sobre los huesos de su cadera hasta sus piernas, larguísimas. Ruego que entiendas lo perfecto de entrelazar un par de piernas con esas, y ver la infinidad de posibles posiciones que existen para colocar entre ellas las de una y rozar gentilmente sus tibias con los pies. Y sus pies, que siempre le trajeron problemas por calzar 46, y que son iguales a los de su madre. Ojalá sepas que no le gusta usar ojotas, y que le encantaba usar mis pantuflas a pesar de tener su par. 
Te pido atesores ese lunar que tiene sobre su labio, y aquel otro que tiene en su nariz; y sus ojos. Esos dos perfectos lagos redondos en los que uno puede perderse y perder la cordura, que al llorar se le llenan de sangre y tienen las pestañas más lindas del mundo. Y que al sonreír se achinan. Solo pido que recuerdes cada mueca de sus sonrisas, porque tiene una especial para cada momento. Esa sonrisa dulce de los momentos tiernos, la sonrisa violenta, la de Alejandro, que solo yo conocía, (¿conozco?) la sonrisa de humo, la sonrisa mezclada con bronca de cuando le hacía regalos. 
Debes saber que no le gustan los regalos, ni las sorpresas. En especial las sorpresas. Puede ofenderse mucho si le decís que tenes una y no le confesas qué es. Pero esa sonrisa fue siempre la mejor. Esa torsión de sus labios al querer sonreír pero estar ofendido, que se traducía en los más perfectos oyuelos y que recuerdo con lujo de detalle. Y esos labios, que siempre dieron los besos más increíbles. Esos primeros mil besos diminutos en la entrada de una estación de tren, que se fueron transformando lentamente en los besos más apasionados y llenos de significado que di y recibí. Por favor no los aceptes si creés que son simples besos. No los respondas si creés que hay mejores, pero te garantizo una cosa: no los hay. La perfección de la combinación entre sus besos, sus manos rozando tu cuello y tu espalda, tus manos acariciando su pelo, siempre suave, envidiable. Rubio y perfecto. Aunque irónicamente su barba sea colorada. Y se moleste cuando se lo señalas. Sentir que flotas a diez metros del suelo, en silencio escuchando solo su respiración. 
También quiero creer que no conocés ni vas a conocer al que supimos llamar nuestro lugar en el mundo. Confio en que habiendo podido avanzar con su vida haya hecho desaparecer esa gran huella que dejamos juntos en esa pared de su casa. O al menos no te haya hecho subir esas escaleras imposibles. O como mínimo, te haya mentido sobre el origen de esas frases y esos números, en caso de que los hayas visto. 
Debés saber que tiene la letra más hermosa que yo haya visto en mi vida y que sus cartas son mi tesoro más preciado. Y es zurdo. Pero torpe igual con ambas manos, y bruto y gracioso, y camina raro por su metro noventa y cinco, pero siempre con la frente en alto, y más si va de la mano. 
Solo espero que entiendas que no tomas cualquier mano. Estás tomando la mano de alguien que puede morir por vos y vivir por vos, dar todo por verte sonreír y esto es solo un consejo de alguien que hoy extraña todo esto y más: si tu objetivo en la vida es ser feliz y sentirte amada en la forma más pura, no sueltes nunca esa mano. No la des por sentado. No la tomes con desgano. Porque un día, si no está, las manos frías serán las tuyas.

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